Esta entrada es una
extensión (o deformación, según se desee) de mi contribución a la
sección «Grageas literarias», Prosofagia16.
Es indudable la
importancia del título en una obra literaria. ¿Cuál sería, entonces, un buen
título? ¿Uno que refleje o condense el sentido de la obra, o bien que exprese
la intencionalidad del autor al escribirla? ¿Uno que sea original y atraiga la
atención del posible lector? ¿Aquel que sea factible de ser convertido en
mantra, que se imprima como mantra en la mente de los lectores?
Umberto Eco, en sus Apostillas a
El Nombre de la Rosa, escribe:
«El
narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría
escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin
embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio
reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un título. Por
desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a
las sugerencias que generan Rojo y Negro o Guerra y
Paz».
O sea, habla del título
de la obra como un aspecto más del paradigma
en el que se inserta el acto creativo de esa obra. Él asume a la novela como
una máquina de generar interpretaciones. No únicamente la narración de una
historia: la novela está allí para promover, incentivar, desatar el pensamiento
del lector. El narrador no solo se reprime de explicar: también evita facilitar
esa tarea interpretativa que ejerce el lector. Por eso le preocupa que el
título regimente las ideas.
El mundo real tampoco
explica ni ofrece una única interpretación. La Luna no se explica a sí misma.
No puede: "explicar" es un verbo humano. No ofrece una única interpretación
sobre sí misma: la Luna de los astrónomos no es la Luna de Ítalo Calvino en Las Cosmicómicas, ni la de los marinos
en alta mar ni tampoco la de los enamorados o la de los licántropos. Desde este
punto de vista, una novela que sea una máquina de generar interpretaciones
puede ser considerada como una representación fiel de nuestra relación con el
mundo real, por más fantástica que sea su trama. En una novela
fantástica de esta naturaleza la narración se alejará de los hechos del mundo real; las
claves de esa narración, en cambio, serían más cercanas a la realidad que cualquier
crónica de hechos verídicos, si es que esta crónica cierra caminos
interpretativos.
Por supuesto, al afirmar
lo anterior estoy mirando al mundo desde un paradigma alejado del positivismo a
ultranza. De la misma forma que Umberto Eco habla del título de una novela
desde su paradigma de concepción de la novela.
Volviendo a las
Apostillas… Cuenta, también, que el título provisional de su novela fue La abadía del
crimen, título que, sin dudas, cierra caminos interpretativos,
mientras que el definitivo, El Nombre de la Rosa, los abre casi
hasta el infinito. Creo que este ejemplo es suficientemente claro: ¿cómo
suponer siquiera que El Nombre de la Rosa
podría haberse titulado La abadía del
crimen? ¡Hubiera sido terrible! Desde el vamos el título encasillaría a la
novela, en la mente del lector, como novela policial.
«La
idea de El nombre de la rosa se me
ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica
tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos:
rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las
dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces,
gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector
quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y,
aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo
sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras
posibilidades. El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.»
Mientras leía recordé
uno de los (para mí) mejores títulos de una novela: Cien años de soledad. Es un título mágico, que despierta la
atención y se queda prendido a las neuronas, se recuerda, se afirma en la
memoria. Mas ¿qué quiere decir? ¿A qué se refiere? Pues… ¡Hay que leer la
novela entera! ¿Puede, el lector, comprender el significado del título mientras
va leyendo? Creo que es muy difícil. Uno lee y lee y puede imaginar muchas
cosas, pero sigue sin saber realmente el porqué del título. Hasta el último
párrafo. Allí el título se explica y al explicarse también aflora el significado
último de toda la novela. El título de Cien
años de soledad, como el de El Nombre
de la Rosa, solo puede captarse «a último momento, después de haber escogido
vaya a saber qué otras posibilidades». (Aunque no son casos idénticos, por
cierto.)
En las antípodas tendríamos
las novelas que deliberadamente conducen a interpretaciones acotadas. Utilizando
el razonamiento y las palabras de Eco, ¿sus títulos deberían regimentar ideas en
vez de confundirlas?
Pienso en un ejemplo: Mujercitas. Luoise
May Alcott no quiso, evidentemente, crear una máquina de producir
interpretaciones. Y en ese sentido el título es honesto: ya desde el vamos
regimenta las ideas del lector.
Hablando de honestidad,
Eco hace una referencia a ella:
«Quizás
habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la
historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede
permitirse por distracción».
Es cierto: es un título deshonesto. O un
acto de ilusión de un mago, que nos hace mirar su mano derecha cuando es la
izquierda la que lleva adelante el truco. Y luego el mago hizo exactamente lo
que pregona Eco: tituló la continuación como Veinte años después. ¡Nada de regimentar ideas!
Un caso interesante es
el de la novela de Mary Shelley: Frankenstein
o el moderno Prometeo. El título nos dice cómo leer la novela. Nos dice
cuál es la clave interpretativa a utilizar para comprender la historia (si bien
utilizar esa clave no es nada sencillo desde la óptica de este siglo 21). El
cine, posteriormente, convirtió la obra
de Shelley en un clásico que todo el mundo conoce. Pero lo hizo destruyendo esa
clave inicial: los títulos de las películas se redujeron a Frankenstein, a
secas. Podía ser Frankenstein I, II, el regreso, la ida o la vuelta, pero
siempre Frankenstein a secas. ¿Abrió interpretaciones al eliminar la clave existente
en el título inicial? No, porque simultáneamente redujo la novela a una
historia de monstruos, castillos sombríos y terror (luego ello cambió un poco,
pero ya el imaginario colectivo estaba formateado). La reducción fue tan
drástica que incluso hoy muchas personas creen que Frankenstein es el monstruo.
La alteración del título original abrió ventanas, pero el discurso narrativo se
apresuró a cerrar esas nuevas ventanas… y las viejas también.
8 comentarios:
Enhorabuena, Esther. Una excelente entrada. Habrá que pensarse mucho más el título de una obra. Me inclinaría por uno que no explique de qué va.
Besos.
Boris
También yo, Boris: me gusta la idea de que una novela es una máquina de generar interpretaciones.
¿Un cuento?
Abrazos!
Esther
Un artículo muy interesante y didáctico. Coincido en tu elección de "Cien años de soledad" como paradigma de buen título, por todas las razones que expones.
Desde mi experiencia, encontrar un título adecuado resulta una tarea complicada. Muchas veces se me ocurre una palabra o frase y ya no puedo abandonarla, aunque no sea la mejor elección.
Quizás en la actualidad, el que sea de algún modo indicativo de lo que vamos a encontrar en la novela es lo más común.
Un abrazo.
¡Hola, Vanessa!
Sí que es tarea complicada encontrar el título adecuado. Quizás los casos que mencionás, en los que surge un título sin más y se niega a dejarse eliminar de la mente, sean los que mejores resultados dan: son actos de inspiración pura.
Todavía me estoy preguntando qué tienen (o no tienen) de común los títulos de las novelas con los de los cuentos y los de las poesías. ¿Se pueden considerar equivalentes, o esto sería una simplificación desmedida?
Abrazos!
Esther
Me queda dando vueltas para cuando llegue la hora de titular la segunda novela. Eso ocurrirá seguramente luego del punto final, o poco antes.
Buen artículo, Esther.
Saludos!
Hola, Alejandro, gusto de verte por aquí...
Si este artículo te "da una mano" a la hora de titular la novela me sentiré más que bien; luego del punto final o poco antes: sí, creo que uno o tiene el título desde el inicio (casi como disparador) o recién aparecerá al final, tras largas meditaciones.
Un abrazo,
Esther
Qué interesante. El título puede ser una mera matrícula, un escurridizo acertijo, o incluso llegar a convertirse en un aleph pequeñito de la novela.
Genial, dafd: una mera matrícula, un acertijo, un pequeño aleph.
No podría encontrar mejor forma de describir las opciones.
Un abrazo!
Esther
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