(No es cierto que
Bradbury haya muerto. Durante medio siglo existió —lo sé de buena fuente—, en
un campo secreto de Illinois, un cohete destinado a él. Un buen día él metió
una muda de ropa en su valija y se fue a Marte. Allí vive ahora, seguramente conversando
en antiquísimas lenguas ya perdidas, en las tardes rojas de aires diáfanos, con
los amigos que esperaron durante muchos, muchísimos años, pacientemente, hasta
que él decidiera que ya era hora de hacer el viaje.
Por eso no hablo de él
en pasado sino en presente.)
Bradbury
no es un escritor imaginativo: es un escritor que usa la imaginación para
narrar su pensamiento. Tiene sus ideas y está seguro de que quiere contarlas. O
sea, es un escritor. De los de verdad.
Lo fantástico
(entendiendo como tal lo fantástico, la fantasía, lo maravilloso, la ciencia
ficción y el terror) es, para Bradbury, un derecho del Homo, un derecho
incuestionable e irrenunciable. Es el lugar del que podemos extraer fuerzas para
defendernos de los infinitos shows bobos de la televisión, de las idénticas
mesas de plástico de los Mac Donalds, de la vacuidad de la comunicación a toda
costa y a costa de no comunicarse con el otro. Expone lo fantástico como el
terreno donde es posible deshacer la civilización aséptica, desbaratar lo
permitidamente posible, atreverse a lo decididamente imposible. Lejos de las
épicas espaciales, sus personajes se lanzan al espacio persiguiendo los más
primigenios sueños y terrores, para terminar encontrándose despojados de su soberbia
de especie. Su héroe es el padre gris, encorvado en una biblioteca, despreciado
por su hijo, pero que, cuando llega el momento, es capaz de saber que sí, que
los pararrayos no están para detener los rayos sino las tinieblas y que la
única forma de quebrar el corazón de una bruja es enviarle una sonrisa pintada
en una bala. O es el campesino que se enfrenta a la mirada despreciativa armado
solo con su dignidad y apoyado por un perro descastado que levanta su patita
para orinar contra la pared. O el ciudadano común y corriente que entierra su
reloj pulsera-teléfono en un helado de chocolate y con ello se gana el paraíso
de una celda acolchada y silenciosa.
Bradbury
descree de la muerte esterilizada en blanquísimos hospitales y la va a buscar
en el azúcar de las calaveras del día de los muertos, y nos lleva con él hacia
allá, hacia la muerte como era concebida en los albores del Homo, antes
de los ríos de tinta y los intelectuales y los servicios pagos de entierros
prolijamente organizados.
Bradbury
nos acerca a lo fantástico, pero, curiosamente, lo fantástico resulta ser un
niño corriendo por campos y montes con su calzado crujiente, de verano recién
estrenado, un barrendero que sabe que ciertas melancolías no se curan con
pócimas, unos padres que sacrifican todo por ver, tocar y escuchar a su hijo
tal cual es y no tal cual parece que es, unos hombres que destruyen aquello que
no son capaces de comprender, los tristes habitantes de todos los otoños de
cualquier sitio.
Lo
fantástico es un monstruo que espera durante un millón de años encontrar a
alguien de su especie, alguien que lo salve de su soledad inconmesurable, una
sirena en un faro que responda a su lamento. ¿Quién puede no adivinarse, en
algún momento de su vida, en ese monstruo aullando por reconocer y ser
reconocido por un otro que no existe?
O
sea, lo fantástico es usted, yo, cualquiera de nosotros, en el fondo del
alma, allá donde moran los miedos y el amor y la soledad y los sueños, donde
las colinas pueden ser azules y el aire livianísimo, una mariposa dorada cambiar
el destino de la humanidad y existen cohetes en los campos de trigo, pero
siempre se trata del lugar donde moran los miedos y el amor y la soledad y los
sueños. Nos devuelve el silencio, la noche en una ciudad vacía, la oscuridad
del espacio profundo, la soledad de los caminos, nos los devuelve para que
encontremos en ellos el recurso, la geografía y el tiempo necesarios para
pensar, despaciosa, dulcemente, en la muerte, en los sueños, en el amor, en
nosotros mismos.
Por
eso, él nos dice que un libro, cualquier libro, todos los libros merecen ser
quemados por los incineradores de siempre, no por las ideas que contienen sino
porque en sí mismos, por sí mismos constituyen la más poderosa y revulsiva de
las ideas: la imposibilidad de cercar al Homo, de encajonarlo, de
encerrarlo entre paredes vacías de trascendencia. Mal que le pese al fast food
alimenticio, periodístico, literario y audiovisual.
Si
tuviera que definir cómo es la literatura de Bradbury a través de una única de
sus obras, no eiegiría Fahrenheit 451 ni tampoco Crónicas Marcianas.
Para mí, la literatura de Bradbury es la jarra que compró Charlie, en la feria
de las afueras de su pueblo.
Exactamente
esa jarra.
Y
la observamos, noche tras noche, en silencio, pero no sabemos —nunca sabremos—
qué contiene exactamente, porque cada uno ve lo que necesita ver.
6 comentarios:
¡Qué hermosa crónica "bradburyana"! Y perdón por el adjetivo sacado de la manga. Me ha encantado leerla. Solo alguien que ha leído en profundidad, disfrutando con cada una de sus líneas, puede escribir algo así.
Me gusta cómo expones tu interpretación sobre la fantasía.
Un abrazo marciano :).
Gran entrada,estoy segura de que los que aún no conocen la obra de Bradbury (si queda algún hereje) tendrán ganas de conocerla a través de esta reseña.
Un enorme abrazo.
Me ha encantado tu reseña. Es como un camino que nos conduce hasta la maravillosa jarra, esa televisión imposible porque no muestra lo que quieren otros sino lo que vemos. Tanta libertad nos concede Bradbury, quizá por humildad o discreción.
Elisabet, qué lindo adjetivo, más bien, qué lindo sustantivo + adjetivo… Bradbury fue el primer escritor de ciencia ficción que leí, pero en realidad no es posible circunscribirlo en clasificaciones, ¿no es así? Lo fantástico en su significado más amplio, no el académico. Y creo que él le dio el carácter de una búsqueda de algo que está más allá de lo cotidiano, pero al mismo tiempo está dentro del propio ser humano. No sé, para mí sus cuentos te dicen: «vamos, no te quedes ahí parado, como un lelo, que en algún lugar hay un cohete para llevarte a Marte, y no importa si no existe, lo único que importa es que imagines que existe».
Gracias por pasar, Eli. Mil.
Abrazos,
Esther
Madelyne, ¡qué bueno verte por aquí! Me encantó eso de herejes… Jajaja, ¡sí que es un poco ser un hereje el no haberlo leído! ¿Sabés? Una cosa que me llamó mucho la atención, luego de su muerte, fue el encontrar que muchos escritores, hoy de prestigio, decían más o menos lo mismo: Bradbury fue un escritor que me marcó, a él le debemos mucho. Creo que es así, nomás. Para mí, pensándolo ahora, a la distancia, es como un viejo amigo; alguien que me hizo compañía durante muchos años, y que, sobre todo, me hizo compañía en épocas distintas; cambiaban otras cosas, pero él seguía estando allí...
Un abrazo,
Esther
Dafd, una alegría verte por estos lares… Ni qué decir el que veas a esta reseña como un camino hacia la jarra, esa jarra. Un camino. Eso es. Esa es la literatura de Bradbury: un camino, un camino sin lugar de destino conocido, sin obligación de seguirlo, sin ser siquiera un camino único porque está atravesado por múltiples senderos y encrucijadas. Por eso nos da libertad. ¿Humildad, discreción? No sé, dafd. Quizás (sí, humilde, sinceramente) se escribió a sí mismo… y nos dejó la tarea de imaginarlo como quisiéramos.
Abrazos!
Esther
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