—¿Mermelada?
—Sí, gracias.
Aún así, pálida y con las suaves ojeras del insomnio, seguía siendo hermosa. Se preguntó qué sentía verdaderamente por esa mujer, con la que había dormido tantas veces. ¿Una costumbre, una dulce costumbre de otoño ya en primavera? Él llegaba a la ciudad sabiendo que ella lo esperaba en la estación de trenes, y que le permitiría invadir su departamento por un par de días. Confiaba en encontrar su cepillo de dientes en el baño, las pantuflas esperándolo, una botella de su vino preferido enfriándose en la heladera. Cuando al caer la tarde ambos regresaban de sus ocupaciones, a él le gustaba sentarse en el sillón, con una copa en la mano, y mientras mentía atención al televisor, la observaba ir y venir, trajinando por las habitaciones, acomodando, abriendo ventanas y regando las plantas. A veces cenaban en el departamento —por pura comodidad—, otras salían a cenar afuera, como una pareja que celebra su aniversario de casamiento. Se reían de las cosas cotidianas, y compartían sus sueños en la madrugada, luego de hacer el amor. A veces, también discutían, incluso casi violentamente. Ella era testaruda, tenaz en sus convicciones, constante en sus ambiciones. Él, no le iba en zaga.
—¿Qué sentís por mí, Alejandra?
—Te quiero, lo sabés.
—Yo también. Pero no sé cómo. Me parece que solo nos hemos acostumbrado el uno al otro, que nos sentimos cómodos, somos buenos amigos, pero no sé qué más.
—Bueno, eso es querer, también, ¿no es así?
—Sí, es así. No sé.
Alejandra toma una tostada, vacila, la coloca de nuevo en el plato. Lo mira, con seriedad:
—¿Querés terminar?¿Estás cansado?
—No, no, no estoy cansado, Ale, por favor, sabés que no es así.
—Pero querés terminar. A eso, no me contestaste. ¿Hay otra mujer que te importe?
—Es que no, bueno, sí, la hay, pero ella no importa, sabes, es que vengo muy poco a la ciudad. Sucede que...
Él se quedó callado, sin saber cómo continuar. Alejandra tomó de nuevo la tostada y deslizó la mermelada con cuidado, casi con parsimonia. Desde tiempo atrás sabía que habría un desayuno como este. O una salida a un cine. O un banco en la plaza. El corazón se le estruja, pequeño y solitario, pero ella continúa untando la tostada, tomando su café con leche, en silencio. ¿Qué puede decirle? En pocos minutos él saldrá a sus negocios, ella a su trabajo y luego a sus lecciones de pintura; no volverán a hablar —a mirarse a los ojos— hasta la noche, en la estación de trenes. ¿Qué contestar en tan breves instantes al hombre que se ama, cuando la desgana lo invade, así sencillamente, entre un sorbo y otro del café? La vence la inutilidad de cualquier protesta, la imposibilidad de soportar la mansa calma con la que él anuncia su desconcierto de sentimientos. Si le gritara, si jurara detestarla, si golpeara la mesa o proclamara amar a otra mujer..., entonces ella sabría qué hacer, lograría encontrar el núcleo de su desesperación, las palabras incendiarias con las que sacudirlo: «Pero qué pedazo de imbécil que sos, ¿no te das cuenta de que me querés como en tu vida lo has hecho? ¿Tan poco te conocés? ¿Costumbre? ¡Las pelotas!».
Pero no. Entonces...
—No te olvidés de meter los libros en la valija, mirá que no estaré aquí para recordártelo...
—No, no, quedate tranquila. ¿Dónde están?
—En el escritorio, claro, ¡si los dejaste ahí!
—Sí, bueno, estoy algo dormido todavía. ¿Te veo en la estación? ¿O querés que te vaya a buscar a la Academia?
—¿Cómo me vas a ir a buscar, si andás con la valija a cuestas? No seas tonto, nos vemos directamente en la estación.
El vendedor de diarios la observa. Una figura lejana, casi solitaria en el andén, que saluda a alguien que se asoma por la ventanilla, quizás en el coche ocho de la formación. El tren se pone en marcha, con dificultad de viejo asmático; la mano de quien está en la ventanilla se agita, cada vez más borrosa. Ella espera mientras el tren pasa a su lado, hasta que el último coche desparece en la curva. Luego se da vuelta y empieza a caminar, lentamente, como quien desea regresar, volver sobre sus pasos. Un leve aire de tristeza la envuelve; es leve pero está allí, inconfundible, se palpa como si fuese materia, quizás por la caída algo pronunciada de sus hombros, o porque la falda revolotea sin gracia alrededor de sus piernas. El vendedor la observa: es hermosa, la mujer, caminando sin prisa por el andén casi vacío, el bolso colgando de su hombro derecho, el suéter blanco. Bella y triste en sus movimientos, pero no con la tristeza de la melancolía —que es gris plata—, sino con la tristeza de la derrota. Que es gris plomo. La observa sin despegar la mirada de ella, y sin embargo no logra advertir en qué momento la mujer cambia —apenas— el andar; pero de pronto y con sorpresa percibe que el balancear de las caderas ya no es el mismo. Veinte pasos la separan del vendedor, y él ve cómo endereza sutilmente la espalda, cómo levanta la cabeza con vehemencia; solo diez pasos, y la falda ahora se agita libre, oscura contra la piel dorada. Pasa a su lado, altiva, la mirada encendida: una hermosa mujer envuelta en el eco desafiante de sus tacos altos, en el andén vacío.
—Sí, gracias.
Aún así, pálida y con las suaves ojeras del insomnio, seguía siendo hermosa. Se preguntó qué sentía verdaderamente por esa mujer, con la que había dormido tantas veces. ¿Una costumbre, una dulce costumbre de otoño ya en primavera? Él llegaba a la ciudad sabiendo que ella lo esperaba en la estación de trenes, y que le permitiría invadir su departamento por un par de días. Confiaba en encontrar su cepillo de dientes en el baño, las pantuflas esperándolo, una botella de su vino preferido enfriándose en la heladera. Cuando al caer la tarde ambos regresaban de sus ocupaciones, a él le gustaba sentarse en el sillón, con una copa en la mano, y mientras mentía atención al televisor, la observaba ir y venir, trajinando por las habitaciones, acomodando, abriendo ventanas y regando las plantas. A veces cenaban en el departamento —por pura comodidad—, otras salían a cenar afuera, como una pareja que celebra su aniversario de casamiento. Se reían de las cosas cotidianas, y compartían sus sueños en la madrugada, luego de hacer el amor. A veces, también discutían, incluso casi violentamente. Ella era testaruda, tenaz en sus convicciones, constante en sus ambiciones. Él, no le iba en zaga.
—¿Qué sentís por mí, Alejandra?
—Te quiero, lo sabés.
—Yo también. Pero no sé cómo. Me parece que solo nos hemos acostumbrado el uno al otro, que nos sentimos cómodos, somos buenos amigos, pero no sé qué más.
—Bueno, eso es querer, también, ¿no es así?
—Sí, es así. No sé.
Alejandra toma una tostada, vacila, la coloca de nuevo en el plato. Lo mira, con seriedad:
—¿Querés terminar?¿Estás cansado?
—No, no, no estoy cansado, Ale, por favor, sabés que no es así.
—Pero querés terminar. A eso, no me contestaste. ¿Hay otra mujer que te importe?
—Es que no, bueno, sí, la hay, pero ella no importa, sabes, es que vengo muy poco a la ciudad. Sucede que...
Él se quedó callado, sin saber cómo continuar. Alejandra tomó de nuevo la tostada y deslizó la mermelada con cuidado, casi con parsimonia. Desde tiempo atrás sabía que habría un desayuno como este. O una salida a un cine. O un banco en la plaza. El corazón se le estruja, pequeño y solitario, pero ella continúa untando la tostada, tomando su café con leche, en silencio. ¿Qué puede decirle? En pocos minutos él saldrá a sus negocios, ella a su trabajo y luego a sus lecciones de pintura; no volverán a hablar —a mirarse a los ojos— hasta la noche, en la estación de trenes. ¿Qué contestar en tan breves instantes al hombre que se ama, cuando la desgana lo invade, así sencillamente, entre un sorbo y otro del café? La vence la inutilidad de cualquier protesta, la imposibilidad de soportar la mansa calma con la que él anuncia su desconcierto de sentimientos. Si le gritara, si jurara detestarla, si golpeara la mesa o proclamara amar a otra mujer..., entonces ella sabría qué hacer, lograría encontrar el núcleo de su desesperación, las palabras incendiarias con las que sacudirlo: «Pero qué pedazo de imbécil que sos, ¿no te das cuenta de que me querés como en tu vida lo has hecho? ¿Tan poco te conocés? ¿Costumbre? ¡Las pelotas!».
Pero no. Entonces...
—No te olvidés de meter los libros en la valija, mirá que no estaré aquí para recordártelo...
—No, no, quedate tranquila. ¿Dónde están?
—En el escritorio, claro, ¡si los dejaste ahí!
—Sí, bueno, estoy algo dormido todavía. ¿Te veo en la estación? ¿O querés que te vaya a buscar a la Academia?
—¿Cómo me vas a ir a buscar, si andás con la valija a cuestas? No seas tonto, nos vemos directamente en la estación.
El vendedor de diarios la observa. Una figura lejana, casi solitaria en el andén, que saluda a alguien que se asoma por la ventanilla, quizás en el coche ocho de la formación. El tren se pone en marcha, con dificultad de viejo asmático; la mano de quien está en la ventanilla se agita, cada vez más borrosa. Ella espera mientras el tren pasa a su lado, hasta que el último coche desparece en la curva. Luego se da vuelta y empieza a caminar, lentamente, como quien desea regresar, volver sobre sus pasos. Un leve aire de tristeza la envuelve; es leve pero está allí, inconfundible, se palpa como si fuese materia, quizás por la caída algo pronunciada de sus hombros, o porque la falda revolotea sin gracia alrededor de sus piernas. El vendedor la observa: es hermosa, la mujer, caminando sin prisa por el andén casi vacío, el bolso colgando de su hombro derecho, el suéter blanco. Bella y triste en sus movimientos, pero no con la tristeza de la melancolía —que es gris plata—, sino con la tristeza de la derrota. Que es gris plomo. La observa sin despegar la mirada de ella, y sin embargo no logra advertir en qué momento la mujer cambia —apenas— el andar; pero de pronto y con sorpresa percibe que el balancear de las caderas ya no es el mismo. Veinte pasos la separan del vendedor, y él ve cómo endereza sutilmente la espalda, cómo levanta la cabeza con vehemencia; solo diez pasos, y la falda ahora se agita libre, oscura contra la piel dorada. Pasa a su lado, altiva, la mirada encendida: una hermosa mujer envuelta en el eco desafiante de sus tacos altos, en el andén vacío.
16 comentarios:
(Por los problemas que llevaron a la hibernación de este blog, la entrada y los comentarios fueron eliminados; voy copiándolos de nuevo,uno a uno)
«Hola Esther, maravilloso relato.
Hay amores que nacen por la costumbre, otros renacen de ella, y algunos mueren víctimas de la monotonía. Tu relato nos muestra una nueva concepción, la que muestra que la distancia, el hábito y el amor no forman un buen trío, pero que mezclado con la serenidad de embadurnar una tostada mientras se analiza la situación se puede renovar la dignidad.
Seguro que a Alejandra le canta las cuarenta la proxima vez que lo vea (sin la tostada que la calme), o él le anuncia el renacimiento.
Como siempre un placer leerte.
Un abrazo y un saludo
Jesús»
http://luzypapel.blogspot.com/
Jesús, me encantó tu comentario: amor, hábito y distancia no hacen un buen trío, pero la serenidad al embardurnar una tostada puede ser una forma de recuperar la dignidad.
¡Justo eso!
No sé qué pasará después, compañero, pero espero, sí, espero, que él regrese, pero que ella no olvide qué se siente al taconear, con seguridad, en un andén vacío y tras la despedida.
Un abrazo,
Esther
(continúo rescatando comentarios...)
«¡Bravo por Alejandra! Faltaba más.
Por desgracias, los hombres casados no son buenos amantes, sobre todo si se espera que algún día se divorcien y queden libres para la eterna novia enamorada. cuando lo hacen es para irse con otra. Eso es seguro, pues la amante llega a convertirse en su segunda esposa: ¿Confiaba en encontrar su cepillo de dientes en el baño?, ¿las pantuflas esperándolo?, ¿una botella de su vino preferido enfriándose en la heladera? ¡nooo! no hay nada que mate más al amor que lo predecible.
Por eso, ¡bravo Alejandra!, de la que te salvaste, hija!
Magnífico cuento, una cadencia asombrosamente nostálgica. ¿Cómo lo logras?
Besos,
Blanca»
http://blancamiosiysumundo.blogspot.com/
Jajaja... Me gustó eso de ¡de la que te salvaste, Alejandra!
Los hombres casados son geniales haciendo promesas pero, pero... Y es cierto, cuando se acostumbran a que "en la otra casa" también tienen el cepillo de dientes esperándolos, ¡listo!
Pero este no está casado, en realidad, solo vive lejos y la ve cuando viaja a la ciudad, así que, esperemos que Alejandra logre poner los puntos sobre las íes, jejeje.
Un abrazo,
Esther
(otro comentario rescatado)
«Esther, que bien describes el final, con su andar expresas diferentes emociones que no lograrías reflejar con meditaciones. Me gustó mucho el relato.
Saludos,
Venator»
Qué lástima, Venator, tanto tiempo sin verte, y mira, justo llegaste cuando el blog se fue por raros rumbos informáticos.
Me gustó muchísimo lo que dices: que se expresan emociones que no podrían reflejarse así con reflexiones. ¡Gracias!
Abrazos,
Esther
Me alegra tu vuelta, bienvenida.
Nada nuevo que cometar al relato o ¿Quizá sí? La salida del andén, muy expresiva. Los primeros pasos de reflexión, analizando, sospesando los momentos vividos poco tiempo antes. Y luego, la decisión, pasos firmes, decididos y valientes. Seguro que sonreía con la sonrisa irónica del que espera que vuelva para enterarse de lo que va a perder o ganar, ¿quién sabe?
Lo dicho bienvenida de nuevo.
Un saludo
Jesús
¡Anda! ¡Has vuelto! =)
Conste que se te ha echado mucho de menos por aquí.
¡Bienvenida!
Bueno, ya te encuentras nuevamente, ¡Bienvenida!
en los andenes se ven chicas guapas, tanto que a veces dan miedo..
Gracias por la bienvenida, Jesús.
Mira, la verdad es que este cuento lo escribí desde la escena final, en el andén. La escena final de El reloj (1944), Judy Garland caminando desde el tren hacia la salida de la estación de ferrocarril… !Es fantástica! Sé que no he logrado pasarla al papel como debería ser pasada, pero escribiendo soy bastante peor que Judy Garland actuando, jejeje. Pero me alegra que por lo menos en parte "funcione".
Un abrazo,
Esther
Natts, anda... ¡He volvido!
Jajaja... Espero esta vez no tener problemas informáticos, y si los tengo, que su solución no pase por cirugías tan drásticas (¿sabías que se me destruyó el disco rígido de la PC por un avatar eléctrico? Con el nuevo disco rígido dejé de tener problemas con los blogs, jejeje).
Gracias por andar por aquí, Natalia
Esther
Lobo, Lobo, gracias por la bienvenida, sí, ando de nuevo, escaso tiempo, pero aquí estamos. De a poco regresaré también a los blogs amigos.
Un abrazo!!
Hola, Jordim
Gracias por pasarte por aquí, y por tus palabras.
Espero que el miedo en los andenes no supere la fascinación por las chicas hermosas, jejeje.
He dado una vuelta por tu página,y ten por seguro que regresaré por allí, a leer con detenimiento.
Un abrazo,
Esther
Hola Esther,
Me gusta, me gusta muchísimo.
Tiene ese tono de las películas antiguas en blanco y negro. Me gusta el comienzo, el uso que haces de la tostada, esa imagen de ella poniendo con cuidado la mermelada mientras no sabe qué contestarle al amante, que dice que tal vez se aburre, que hay otra mujer; me gusta que lo hayas contado en tercera persona, y usado al vendedor de periódicos como una segunda tercera persona para hablarnos de ella, de lo bella que es esa mujer, fuerte además, que endereza su paso al pasar junto a él.
Un texto fácil de leer, escrito con una pulcritud envidiable, en un tono de película, como si la cámara recorriera el interior y el exterior de esa hermosa mujer en el andén. Un título atractivo e inteligente como tu relato.
besos,
Boris.
¡Gracias, Boris!: "Tiene ese tono de las películas antiguas en blanco y negro". Este cuento surgió de una escena, de una película con Judy Garland, jeje.
Creo que, de verdad, el desayuno es uno de los ritos cotidianos donde más somos lo que somos. Hay algo de especial en ese momento de transición entre el sueño y las actividades del día , algo especial que nos deja frágiles ante el mundo y ante nosotros mismos.
Me gusta que hayas remarcado el doble narrador; el vendedor de periódicos surgió porque encontré necesario una perspectiva más cercana a Alejandra; aunque confieso que no lo pensé demasiado: surgió así, naturalmente, un vendedor de periódicos, debía ser un vendedor de periódicos.
Otra vez, gracias por pasar, Boris, y por este comentario bien boritziano: diciendo mucho en pocas palabras.
Un abrazo,
Esther
Los gestos que nos convierten en auténticos héroes o heroínas son como ese último caminar de Alejandra: nuestros. Solo nuestros.
El final del cuento se avecinaba clave. Y lo has bordado, Esther, bordado. Abierto y esperanzador. Y sobre todo, un final que permite ser lector.
Un fuerte abrazo.
(2+2=depende)
Hola, José Ignacio
¡Bienvenido por aquí!
Qué bueno que te haya gustado el cuento; se trata, claro, de una historia cotidiana, sin nada "especial": como muchas que uno, el otro, aquel vecino, podemos vivir o hemos vivido.
"mentía atención al televisor": licencia literaria, pero no mucho, ¿eh? Si los televisores hablaran, se nos quejarían de eso tantas veces…
Un abrazo,
Esther
2+2 = depende… Jajaja… Tu nick, la verdad, me encanta.
Muchas gracias por tu comentario. Te doy la razón en toda la interpretación que hacés del cuento (es tal cual) y te agradezco el que pienses que "está bordado" (algunos nudos hay por allí, eso seguro…).
Sobre todo, te agradezco el que digas que el final permite ser lector. ¡Eso es un elogio de los buenos!
Otro abrazo para allá
Esther
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