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30/7/13

«Otras cosas que no te conté», de Manuel Navarro Seva



Uno podría preparar una guía de "cosas y sucesos" en Otras cosas que no te conté. Algo así como:

Acostarse a dormir. Levantarse a la mañana. El televisor. Preparar el desayuno, la cena. El autobús. La clínica. La oficina. El tabaco. El cine. La infidelidad. El supermercado. La calle. El edificio. La cola a hacer. Conversaciones telefónicas.

Porque en estos cuentos de Boris (Manuel) no hay escenarios magníficos ni aventuras épicas.

Sus personajes viven una vida como la de todos, lo cual no los priva de constituirse en héroes o villanos, y, por sobre todas las cosas, no los priva del miedo, la ternura, la lágrima o la sonrisa.

Así, no es raro que a uno, lector, le suceda encontrarse dentro de un relato, reconocerse en una escena, en un sentimiento. El narrador cuenta que:

«En la planta baja, los árboles del jardín interior estaban en flor».

De pronto, regreso en los años y me veo a mí misma, tras un ventanal, mirando a los árboles en flor, buscando en la calma de ese pequeño jardín interior con qué aplacar mi angustia. El relato se convierte, sin que yo lo supiera al iniciar su lectura, en un puente entre la literatura y mi propia vida.  

¿Y quién, a uno u otro lado del océano, podría escapar a "sentirse como en casa" al leer «Escritura de cancelación»?


A veces, casi sin que los personajes se enteren, lo fantástico se acerca a sus vidas y se entrelaza con ellas: el agua de todos los días se convierte en un pasaje a otro lado y los ángeles te conversan.

Entonces recuerdo la magnífica introducción que hizo Giovanni Guareschi a su Don Camilo: el pueblo de Don Camilo está en una región en la que bien puede suceder que una noche, mientras estás en un puente, mirando correr el río bajo tus pies, un muerto del cementerio vecino venga a hacerte compañía, y a vos eso no te extraña y te ponés a hablar tranquilamente con él, porque así son las cosas en la llanura del Po.


Ya he hablado largo y tendido, al referirme a sus libros anteriores, sobre la calidad de la prosa y de la estructura de los cuentos de Boris. Sin embargo, me repetiré a mí misma otra vez, recalcando la sutileza con que maneja cómo el pensamiento puede discurrir y deslizarse en derroteros imprevisibles («Las uvas de la suerte» o «El maletero de un coche», por ejemplo).

Y cómo puede, en muy pocas palabras y sin utilizar ningún elemento tradicional de un cuento de terror, lograr que el miedo te traspase. Por lo menos a mí el ruido de un cortacésped me traerá pesadillas de por vida…


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27/7/13

La yegua, la puta…





así te nombraban, Eva. ¿Te hubiera asombrado saber que la noche de tu muerte brindarían con champán? Ellos, a los que vos llamabas «oligarcas, vendepatrias». ¿Te hubiera extrañado que vivaran al cáncer? ¿Que una noche oscura te robaran para que tu cadáver iniciara un perverso recorrido durante dos décadas? ¿Que sesenta y un año después te siguieran odiando?

No lo creo. Vos sabías muy bien cuántos delitos habías cometido. Mujer, pueblerina, pobre y bastarda, te atreviste a vestirte de seda y oro para ser recibida en las cortes reales. Te atreviste a tener poder por derecho propio y a ejercerlo sin pudor. En la ciudad más blanca, civilizada y rica del país, la más europea del continente, te atreviste a usar el poder para que esos invadieran las calles. Esos, los cabecitas negras, las mujeres, los humildes, los desposeídos, los invisibles, los patas sucias, los del interior profundo del país. Tus descamisados, tus grasitas, Eva. ¿Te hubiera asombrado saber que te siguen amando? No lo creo. Vos se lo dijiste un día antes de morir: no abandones a los pobres, Juan, son los únicos que saben ser fieles.

Te fuiste un 26 de julio de 1952 y seis décadas después todavía intentamos explicarte. ¡Qué tontería! ¿Desde dónde es posible explicarte, Eva? ¿Desde el espíritu democrático, la teoría y la praxis revolucionaria, la práctica política a la que estamos acostumbrados, la…? Vos no fuiste democrática, ni teórica, ni negociabas como un político.

El problema, Eva, es que desde izquierda y desde derecha pretendemos leerte entre líneas, sin querer aceptar que no hay nada que leer entre líneas. Fuiste exactamente Evita. Todo lo que fuiste, lo eras. Una mujer que amó y odió sin pedir permiso y se quemó a sí misma en una hoguera que la devoró. Fuiste sinceramente vengativa, autoritaria, rencorosa, no perdonabas, no dabas ni pedías cuartel. Fuiste sinceramente una luchadora incansable por los derechos de tus descamisados; ni siquiera los abandonaste al final, con tus escasos treinta y pico de kilos y el cáncer comiéndote dolorosamente las vísceras. Eras exactamente lo que decías que eras: una mujer que amaba a Perón y a su pueblo y odiaba a los oligarcas vendepatria y a los traidores. La vida por Perón, decías. Era tu fe y no renegaste de ella ni en la gloria ni en el sufrimiento.  

El problema que tenemos, Evita, al querer explicarte, es que no sabemos qué hacer con alguien que llegó a ser tan poderosa como vos llegaste a serlo y, sin embargo, nunca dejó de ser tan abierta, decidida y claramente ella misma, un ser humano apasionado, con sus gozos y sus sombras.

Encima, mujer. Qué loca, Evita, qué loca que fuiste, atreverte a tanto siendo mujer en una época en que ser mujer era como ser pobre, cabecita negra, desposeído.


Calle Florida, túnel de flores podridas.
Y el pobrerío se quedó sin madre
llorando entre faroles sin crespones.
Llorando en cueros, para siempre, solos.

[…]

Buenos Aires de niebla y de silencio.
El Barrio Norte tras las celosías
encargaba a París rayos de sol.
La cola interminable para verla
y los que maldecían por si acaso
no vayan esos cabecitas negras
a bienaventurar a una cualquiera.

[…]

No sé quién fuiste, pero te jugaste.
Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo,
metiste a las mujeres en la historia
de prepo, arrebatando los micrófonos,
repartiendo venganzas y limosnas.
Bruta como un diamante en un chiquero
¿Quién va a tirarte la última piedra?

Quizás un día nos juntemos
para invocar tu insólito coraje.
Todas, las contreras, las idólatras,
las madres incesantes, las rameras,
las que te amaron, las que te maldijeron,
las que obedientes tiran hijos
a la basura de la guerra, todas
las que ahora en el mundo fraternizan
sublevándose contra la aniquilación.

[…]

Eva. Canciones para el mal de ojo, María Elena Walsh (1976).
Poema completo aquí.