«De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que
nunca se alcanzan...
La ñata contra el vidrio,
en un azul de frío»
Cafetín de Buenos Aires.
Conocí a Boris Rudeiko (Manuel
Navarro Seva) hace varios años, en el foro de prosa de Bibliotecas Virtuales. Rápidamente
adquirí la costumbre de leer sus cuentos en cuanto los publicaba: eran buenos,
de verdad buenos. Aprendí a degustar sus particulares narradores, siempre
lejanos, incluso indiferentes. Me enamoré de sus historias cotidianas, a veces incluso
surgidas de sencillas anécdotas. Luego, seguí su escritura durante estos años y
lo primero a decir es que, simplemente, esa escritura es cada vez más atrapante.
Y, como en el tango, sigo pegando la
ñata contra el vidiro, mirando de afuera una literatura —esa, la de Boris/Manuel—
que nunca alcanzaré. Por más que me esfuerce no llegaré a escribir tan bien
como él.
Así que cuando supe que había
publicado «Cosas que nunca confesé a nadie» me alegré muchísimo. «Era hora,
Boris, que te decidieras», le dije, «no puede ser que tus cuentos anduvieran
por ahí, muriéndose de risa en blogs y foros». Lo más rápido que pude abrí
cuenta en Amazon y me hice del libro.
«Cosas que nunca confesé a nadie» es
un excelente recopilatorio de cuentos y de cuentos muy particulares. No hay
sensiblería ni sentimentalismo. No hay aventuras épicas, trasfondos gloriosos
ni espeluznantes terrores.
Lo que sí hay es vida. De la de
verdad. De la que nos atraviesa. Uno, inocente, lee un relato sencillo, breve,
que, además, se lee con facilidad, llega al final… ¡Ah!, llega al final y
entonces cae en la cuenta de que se le ha adherido al alma la mirada triste de
un niño. Y uno, inocente, cree que podrá desprenderse fácilmente de esa
tristeza. Pero no, no es así. Y regresa sobre los pasos, vuelve a leer el
cuento, lo dimensiona de otra forma. O bien sucede que uno lee una historia
simple, cotidiana y, cuando menos lo espera, lo fantástico se adueña de lo
cotidiano, al mejor estilo cortaziano.
Te invade la desazón, la inquietud, ¿dónde está el límite entre lo real y lo
fantástico? ¿Existe tal límite?
Manuel Navarro Seva no escribe por
escribir: escribe porque tiene algo que decir. Lo dice. Y lo dice con arte y con
oficio. La estructura de los cuentos es limpia, nítida, fluye. La prosa,
construida con precisión de cirujano (o de ingeniero…) y con vuelo de artista,
posee esa maravillosa cualidad de ser literariamente compleja pero
aparentemente sencilla. Por eso sus cuentos se leen con facilidad.
Y a esto llamo literatura. De la buena.
Puede decírseme que la amistad que
me une a Boris nubla mi juicio. Que soy subjetiva. Es posible (¿cuándo se es
objetivo?). Pero cuando, una y otra vez, te arremangaste para leer un cuento,
con la firme decisión de destriparlo palabra por palabra, y tras una laboriosa
tarea, tras sumergirte en las oraciones, las frases y los párrafos, apenas
encontraste una coma que (quizás) podría eliminarse (o quizás no)… Y pese al
destripamiento ese cuento no pierde su magia, su capacidad de conmover… ¿Qué decir?
¿Qué otra cosa podría yo decir, si he leído varias veces La luna y todas y cada una de esas veces me emocionó, si creo que Gripe es una descarnada fotografía de
quiénes somos, si todavía intento averiguar cuál es el sortilegio secreto que
funde tan limpiamente lo real y lo fantástico en Una barra de pan?
Pues decir que hay que leer «Cosas que nunca
confesé a nadie».