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27/6/12

Leer a Ray Bradbury


(No es cierto que Bradbury haya muerto. Durante medio siglo existió —lo sé de buena fuente—, en un campo secreto de Illinois, un cohete destinado a él. Un buen día él metió una muda de ropa en su valija y se fue a Marte. Allí vive ahora, seguramente conversando en antiquísimas lenguas ya perdidas, en las tardes rojas de aires diáfanos, con los amigos que esperaron durante muchos, muchísimos años, pacientemente, hasta que él decidiera que ya era hora de hacer el viaje.

Por eso no hablo de él en pasado sino en presente.) 


Bradbury no es un escritor imaginativo: es un escritor que usa la imaginación para narrar su pensamiento. Tiene sus ideas y está seguro de que quiere contarlas. O sea, es un escritor. De los de verdad.

Lo fantástico (entendiendo como tal lo fantástico, la fantasía, lo maravilloso, la ciencia ficción y el terror) es, para Bradbury, un derecho del Homo, un derecho incuestionable e irrenunciable. Es el lugar del que podemos extraer fuerzas para defendernos de los infinitos shows bobos de la televisión, de las idénticas mesas de plástico de los Mac Donalds, de la vacuidad de la comunicación a toda costa y a costa de no comunicarse con el otro. Expone lo fantástico como el terreno donde es posible deshacer la civilización aséptica, desbaratar lo permitidamente posible, atreverse a lo decididamente imposible. Lejos de las épicas espaciales, sus personajes se lanzan al espacio persiguiendo los más primigenios sueños y terrores, para terminar encontrándose despojados de su soberbia de especie. Su héroe es el padre gris, encorvado en una biblioteca, despreciado por su hijo, pero que, cuando llega el momento, es capaz de saber que sí, que los pararrayos no están para detener los rayos sino las tinieblas y que la única forma de quebrar el corazón de una bruja es enviarle una sonrisa pintada en una bala. O es el campesino que se enfrenta a la mirada despreciativa armado solo con su dignidad y apoyado por un perro descastado que levanta su patita para orinar contra la pared. O el ciudadano común y corriente que entierra su reloj pulsera-teléfono en un helado de chocolate y con ello se gana el paraíso de una celda acolchada y silenciosa.

Bradbury descree de la muerte esterilizada en blanquísimos hospitales y la va a buscar en el azúcar de las calaveras del día de los muertos, y nos lleva con él hacia allá, hacia la muerte como era concebida en los albores del Homo, antes de los ríos de tinta y los intelectuales y los servicios pagos de entierros prolijamente organizados.

Bradbury nos acerca a lo fantástico, pero, curiosamente, lo fantástico resulta ser un niño corriendo por campos y montes con su calzado crujiente, de verano recién estrenado, un barrendero que sabe que ciertas melancolías no se curan con pócimas, unos padres que sacrifican todo por ver, tocar y escuchar a su hijo tal cual es y no tal cual parece que es, unos hombres que destruyen aquello que no son capaces de comprender, los tristes habitantes de todos los otoños de cualquier sitio.

Lo fantástico es un monstruo que espera durante un millón de años encontrar a alguien de su especie, alguien que lo salve de su soledad inconmesurable, una sirena en un faro que responda a su lamento. ¿Quién puede no adivinarse, en algún momento de su vida, en ese monstruo aullando por reconocer y ser reconocido por un otro que no existe?

O sea, lo fantástico es usted, yo, cualquiera de nosotros, en el fondo del alma, allá donde moran los miedos y el amor y la soledad y los sueños, donde las colinas pueden ser azules y el aire livianísimo, una mariposa dorada cambiar el destino de la humanidad y existen cohetes en los campos de trigo, pero siempre se trata del lugar donde moran los miedos y el amor y la soledad y los sueños. Nos devuelve el silencio, la noche en una ciudad vacía, la oscuridad del espacio profundo, la soledad de los caminos, nos los devuelve para que encontremos en ellos el recurso, la geografía y el tiempo necesarios para pensar, despaciosa, dulcemente, en la muerte, en los sueños, en el amor, en nosotros mismos.


Por eso, él nos dice que un libro, cualquier libro, todos los libros merecen ser quemados por los incineradores de siempre, no por las ideas que contienen sino porque en sí mismos, por sí mismos constituyen la más poderosa y revulsiva de las ideas: la imposibilidad de cercar al Homo, de encajonarlo, de encerrarlo entre paredes vacías de trascendencia. Mal que le pese al fast food alimenticio, periodístico, literario y audiovisual.


Si tuviera que definir cómo es la literatura de Bradbury a través de una única de sus obras, no eiegiría Fahrenheit 451 ni tampoco Crónicas Marcianas. Para mí, la literatura de Bradbury es la jarra que compró Charlie, en la feria de las afueras de su pueblo.

Exactamente esa jarra.

Y la observamos, noche tras noche, en silencio, pero no sabemos —nunca sabremos— qué contiene exactamente, porque cada uno ve lo que necesita ver.



10/6/12

Revista Literaria Prosofagia: tres años


Uno, un buen día, se cruza en la calle con una vieja amiga y descubre, con asombro, que el niño que lleva de la mano es su hijo menor… Pero ¿cómo? ¡Si fue ayer nomás que secretéabamos secretillos sentimentales en la clase de Historia, que para desdicha del profe caía justito en la primera hora del día lunes! Entonces, así, de sopetón, uno se da cuenta de que el tiempo ha pasado, y que uno, distraído como el que más, lleva varios años sin recordar cambiar el calendario que está en la cocina, colgado en un clavito, al lado de la alacena. Pero, en el fondo, no es que uno sea un distraído capaz de salir a la calle con un zapato de cada color o equivocarse con el menú y pedir un café con leche en vez de una milanesa con papas fritas. Lo que sucede es que uno, simplemente, está ocupado viviendo, y vivir es tarea de tiempo completo.

Así que pasan estas cosas. De pronto uno se da cuenta de que ese loco proyecto —iniciado como loco proyecto y contra viento y marea— ya lleva tres años. Y uno piensa, recuerda, mira hacia atrás, y comprende que en estos tres últimos años siempre estuvo allí, día tras día: el número que se acaba de publicar, el número que se está haciendo, el número que se hará apenas descansemos unas semanas.

Al final, uno comprende que lo que sucede es que Prosofagia ya es parte de la vida de uno. Que uno anda por allí, por la vida, y esas cosas que, en otros momentos, captarían apenas la atención, ahora se transforman en "aquí hay una punta de un buen ovillo a desenrollar en un artículo". Por ejemplo, eso. Por ejemplo, otras situaciones. Porque Prosofagia está en el fondo de la mente, es una compañía constante. Por eso uno no se da cuenta de que el tiempo ha pasado y ya vamos por el número 15: porque Prosofagia no es una referencia del mundo externo sino un pedacito de la propia vida. Uno ha llegado a querer a este pedacito de la vida. Y uno, que siempre cree que hay tanto para mejorar que no sabe por dónde empezar a mejorar todo lo que hay que mejorar, también piensa que existe un salto de varios logaritmos entre este número 15 y el primer número. Para bien, claro. Y uno piensa —también— que logramos mantener un equilibrio que no siempre es fácil: sostener una línea de política editorial definida y al mismo tiempo no atarnos a una estructura, a modelos rígidos. Prosofagia nació con la premisa de que todo estaba por hacerse y teníamos la libertad para re-inventar la revista número a número. Todavía es así. La única libertad que no nos dimos fue la de considerar que era válido hacer un esfuerzo menor que el máximo esfuerzo que éramos capaces de hacer. Todavía es así.

Antes de que se me caiga una lagrimita —uno, siempre de lágrimas prontas…— finalizo esta entrada.
No sin antes colgar un cartelito que intenta ser —solo intenta— una sutil e ingeniosa acción de marketing:

Prosofagia 15, ¿aún no la leíste? ¿Y a qué dejar pasar más tiempo para hacerlo? Es buena, es gratuita y está solo a un clic de distancia de cualquier lugar en el que estés:


(¿Alguien cree que una empresa me contrataría para su departamento de publicidad? Quizás sea mejor que deje caer esa lagrimita en vez de intentar incursionar en las extrañas arenas movedizas del marketing y las ventas.)