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13/5/08

Estudiando de noche

Junio de 1973

Estudió hasta el amanecer, encorvado sobre los libros, memorizando frases y ecuaciones, a veces desandando el camino para encontrar el sentido que se le había escapado una página atrás. Durante largas horas se había mantenido a café, mientras traducía los escritos en imágenes asequibles por su cansada mente, a lo último ya descifrando las letras con ayuda de una lupa. Ahora, en el ritual final de sus noches de estudio, cerró los libros y el cuaderno de anotaciones, colocó el capuchón a la lapicera y se estiró hacia atrás en la butaca, dejando que lo aprendido fluyera entre sinapsis y nervios, decantara entre conscientes y subconscientes.

Luego se levantó, abrió el ventanal del balcón y se quedó allí, justo en la interface entre el aire pesado de la habitación calefaccionada y el viento frío del invierno. Afuera crecía una leve luminosidad por detrás del cemento y las neblinas. Observó con detenimiento los edificios de la vereda de enfrente. Casi todas las ventanas tapiadas, espacios aún oscuros y silenciosos, esa suerte de muerte nocturna de la ciudad. Lástima que abajo, en la calle, la ciudad no se muriera, puro estrépito y bocinazos y chirridos. Recordó otra vez los campos callados de su infancia, la soledad de humanidad, los cielos escandalosamente desmedidos.

¿Era ya la hora? No, se dijo a sí mismo, todavía no. Con lentitud cerró el ventanal y guardó sus cosas de estudiante. Un desayuno le levantaría el ánimo, café con leche y tostadas y manteca y dulce de leche, sin periódico y con la familia aún durmiendo. Luego habría que pensar en bañarse, la corbata, el saco, el maletín y la oficina. Agachando los hombros, agachando la cabeza, otro día más, otro infinito de rutina a prueba de fugas.

Julio de 1973

Durante un par de días la noticia estuvo en la primera página de los diarios de Capital. Un hombre de 42 años, empleado en una compañía de seguros, una familia común de clase media, una existencia aburridamente normal. Salvo que una mañana su esposa lo halló muerto, tirado sobre su escritorio y con la lapicera todavía en la mano.

Lo interesante de la historia no fue que se muriera, sino que nadie logró averiguar de qué. No había muerto ahorcado, decapitado, ahogado, quemado o sepultado por una avalancha. No se le encontró heridas, golpes o pinchazos. No se halló rastro alguno de sustancias extrañas en su organismo. Su historial médico era casi increíble de tan impecable. La autopsia no reveló que padeciera de trastorno alguno, no hablemos ya de un trastorno mortal. Sólo estaba muerto, y con una rara expresión de calma en su rostro, rara y persistente a decir verdad, porque se mantuvo pese a tanto manoseo del cadáver.

El misterio de la muerte sin motivo, así encabezó los titulares un pasquín de poca monta. Si estaba enfermo, ¿de qué? Si se había suicidado, ¿cómo lo había hecho? La esposa fue considerada sospechosa de asesinato, sí, pero tuvieron que dejarla libre de tales sospechas: si lo había asesinado, ¿cómo lo había logrado?

En el curso de la investigación apareció un detalle curioso: no se halló señal de los libros y cuadernos con los que se encerraba muchas noches. Ni siquiera un mísero papel que justificara que se muriera con una lapicera en la mano, y encima sin capuchón. Parece que el hombre quería progresar en la empresa: estaba siguiendo unos estudios universitarios en marketing. Lástima que la policía averiguó que no estaba inscripto en curso alguno en la universidad o en otra institución.

Los investigadores terminaron archivando el misterio de los libros esfumados de un curso que nunca existió, estudiados por un hombre que, de buenas a primeras, se murió sin hacerle caso a la medicina o al sentido común. La compañía de seguros se convenció de que no era demostrable suicidio o asesinato por los deudos, y que no le quedaba otra que pagar el seguro de vida. Como era sustancioso, la familia logró rescindir el contrato de alquiler del departamento y comprar uno en otro edificio y otro barrio.Todas las semanas iban al cementerio, a llevarle flores al difunto. Con el correr del tiempo, la viuda se volvió a casar, echó al suegro del departamento y dejó de visitar la tumba. Su nuevo marido se jugó a las patas de los caballos los ahorros conseguidos con la muerte del anterior, y ella terminó limpiando pisos por centavos la hora.

Julio de 1932

El viento corre a campo traviesa, glacial, desnudando el paisaje hasta los huesos. El rancho se agazapa contra una formación rocosa, única protección en kilómetros a la redonda. Bajo el alero, el hombre mira y toma mate, toma mate y se empapa en la lujuria del amanecer. Unos cuarenta años, forastero, aún no curtido por soles y aguaceros. En realidad, su piel parece tan suave como la de un recién nacido. Así comentaron en el poblado más cercano la primera vez que apareció, con una pesada bolsa con libros y papeles, pero falto de cacerolas, yerba, azúcar, harina y sal.

En ese inclemente invierno lo volvieron a ver otras veces, buscando madera y clavos para arreglar las ventanas, preguntando por la compra de animales de cría o en dónde herrar su caballo. No parecía persona afecta a hacer bromas, pero reía mucho y con alegría contagiosa, y solía contar historias interesantes, de las que se disfrutan al abrigo del frío y con una botella de vino tinto a mano. Pagaba sus gastos con prolijas reparaciones de carpintería; eso le parecía bien a los lugareños, porque aún faltaría un tiempito para que las ovejas le rindieran alguna ganancia. Como se dice, un buen hombre, de los que no se meten con nadie, de los que hacen su trabajo y en paz.
Eso sí, se notaba que era persona instruida, hablaba bien, con corrección, hasta sabía escribir. Y con tantos libros, cómo no. Ël decía que los libros eran un recuerdo de otra época, de la época en que fue estudiante. Los paisanos no son curiosos, y nadie le preguntó qué estudiaba. Ël tampoco lo dijo.

Se sabía que la Etelvina solía ir al rancho de vez en cuando, de seguro a calentar un poco la cama. Un día pasó por el poblado un cura viajero y, para que no vivieran en pecado, los casó, así, de camino, como quien dice. La Etelvina era mucho más joven que él, pero no una niña, y se apresuró a parirle hijos. Dos nacieron muertos y uno se descalabró la cabeza al caer del caballo. Sobrevivieron tres varones y una mujer; con los años hicieron lo que debían, se casaron y se fueron a buscar su lugar en el mundo. Salvo el menor. El menor se quedó, hombro con hombro con el padre, trasquilando ovejas, arreglando techos y corrales. A su debido tiempo llegaron la nuera y los nietos.

La historia grande fue pasando al costado del rancho, apenas dejando una radio para escuchar un ocasional noticiero. Las guerras y revoluciones parecían detenerse justito ahí, en la tranquera azotada por los vientos. El forastero ya tenía la piel curtida, las arrugas profundas y un insidioso reumatismo. Seguía sentándose cada amanecer y cada anochecer bajo el alero, ahora con su hijo, conversando en silencio y atendiendo a los cielos púrpuras, a las lluvias, a los soles y estrellas. Los vecinos solían caerse por el rancho, le traían cartas y papeles para que él se los leyera o se los escribiera. O simplemente venían a dar una mano en las épocas de mucho trabajo, o a un asadito, a una mateada con tortas fritas, a hablar de las cosas de las que vale la pena hablar.

Yo era un chico en esa época, y trabajaba allí por una cama, la comida, las alpargatas y poco más, que ya era mucho en aquellos años de miseria. Era un buen patroncito, y de sus consejos me he valido toda la vida. Aprendí de él a leer y a escribir. También a escuchar el amanecer, el viento, el silencio.

La Etelvina se le fue una tarde de polvo y nubes; según dicen, su corazón se declaró incapaz de latir. El patroncito anduvo unos días como perro sin dueño, olfateando el olor de ella por todos los rincones del rancho. Quizás su corazón también estaba gastado, porque menos de un mes después se quedó muerto al amanecer, con la pava y el mate, bajo el alero.

Un buen hombre que vivió una buena vida y supo cuándo irse, ése fue el epitafio de los paisanos. Lo enterramos al lado de la Etelvina, para que no estuviera solo. Ese día cerré por luto la escuelita del pueblo; al fin y al cabo el patroncito ayudó a construirla, sin contar que gracias a él tuve el coraje de estudiar para maestro.

Una semana después ví al hijo sacar del cobertizo una bolsa de tela, viejísima, oscura de tierra y telarañas. Cavó un pozo en el gallinero y allí quemó la bolsa. Me dijo que su padre se lo había pedido. Los libros estaban casi deshechos en polvo y ardieron bien y rápido. Alcancé a ver algunos renglones, ininteligibles, seguro escritos en otro idioma.

Si mal no recuerdo, fue por julio del 73, un invierno tan crudo como los de antes.