En un día laboral y en invierno, a esa hora - las veintitrés- la mayor parte de los vecinos están atentos a los programas televisivos, o ya estableciendo acuerdos con su reloj-despertador. Fue ésa, aproximadamente, la hora en la que el edificio quedó a oscuras, como a veces sucede en épocas de crisis energética. El abrupto cese de motores y músicas dio paso a un leve sonido de roces, que un minuto antes eran indetectables. Ella estaba en el pasillo de su piso, el tercero, con una bolsa de basura en cada mano. Ciega, la invadió el pánico; su imaginación echó raíces profundas, alimentada en madrugadas insomnes y películas de bajo presupuesto. Instintivamente se arrimó a la pared, y comenzó a deslizarse -reptar- por la superficie rugosa, aferrada a sus bolsas repletas de desechos, intentando volver atrás en sus pasos y alcanzar el refugio de su departamento. Cuando llegó a una puerta, tanteó la madera, hasta encontrar la “E” en relieve. Ya tranquila, apoyó las bolsas en el piso y buscó las llaves en el bolsillo de atrás de los vaqueros.
A la mañana siguiente, un vecino madrugador encontró el pasillo sembrado de cáscaras de naranja, yerba mojada y toallitas higiénicas sucias. Fue necesario ventilarlo para eliminar la incómoda fetidez de tanto desperdicio. Una semana después, también fue necesario ventilar muy bien el departamento 3º E.